Desde los tiempos más remotos el ser humano ha rendido culto
a las madres. La Prehistoria nos ha dejado muestras muy hermosas y elocuentes
de lo que significaba la fecundidad (la típicas venus), con un carácter
artístico arrebatador y un sentido biológico incuestionable. En nuestros días
aún seguimos la inercia de los ancestros, probablemente con los mismos motivos
de antaño (en parte) y con los estímulos insoslayables de la sociedad de
consumo (día de la madre), que en forma alguna pierde punto en una veta tan
importante. Sin duda se trata de un tema de mucha enjundia. La maternidad es un
hecho biológico que deja huellas indelebles, tanto para la madre como para el
hijo, que podemos observar en todos los mamíferos con comportamientos bien
expresivos en la defensa de los pequeñuelos ante el mínimo peligro. El ser
humano sentencia iguales comportamientos –generalmente– desde los primeros
momentos, si bien la irradiación de la madre se amplía en los años
subsiguientes de la crianza, durante el desarrollo fisiológico y de otras
naturalezas. Lo más destacable resulta, sin embargo, la consideración cultural
que supone el rol de la madre en las culturas occidentales, que va mucho más
allá de las cuestiones primarias, constituyendo durante un período largo (distinto
a otros mamíferos) un pilar fundamental en un modelo social y familiar
determinado; revalorizándose hoy día, en distinto tenor, el extraordinario
papel que representa –y debe representar– la figura paterna en un plano de
igualdad. Más allá de las controversias que ha propiciado el tema al respecto
de los roles paternos, sobre la preponderancia o preeminencia de uno sobre otro
en diferentes planos (afectivo, social, jerárquico…), lo cierto es que la madre
representa un pilar sustancial, muy especialmente en el ámbito afectivo (por
encima de las cuestiones culturales aprendidas). Son tantos los débitos que
tenemos con nuestras madres que sería ociosa cualquier relación de intenciones,
pues desde pequeños –al menos yo– nos encontramos con un suma y sigue constante en el apartado del debe; aunque curiosamente, en la esfera recíproca del haber materno
no representa nada, pues todo lo hacen desinteresadamente sin pedir nada a
cambio. Las madres dan la vida por nosotros sin contemplación del mínimo rédito.
Sus dádivas son constantes y alargadas al infinito, sin menoscabo de incurrir
en precariedad alguna o falta de fondos, porque aquí siempre los hay y son
firmes como una roca. Aún recuerdo a una profesora de Filosofía primeriza, que
nos contaba en clase la admiración que le producía su hijo (siendo muy pequeño)
cuando la reclamaba al despertar de una pesadilla, o ante la desaparición de la
vista de su madre: la criatura sollozaba con angustia, miedo, inquietud,
desesperación, incertidumbre, pánico, rabia, con anhelo y deseo de encontrar a
su madre…; y todo ello con una sola palabra,
¡mamá!, con múltiples entonaciones, sembrando cada expresión con una emotividad
diferente. Según mi querida profesora, resultaba un espectáculo apasionante
escuchar las mil voces de su hijo, que con una sola palabra pronunciada
sintetizaba las mis cosas que le faltaban y que su progenitora le ofrecía: presencia,
cariño, seguridad, afecto, certeza, tranquilidad…. Todo eso es una madre. JAMM
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