Es un tema manido, ya lo sé. Pero no por ello menos acuciante y torticero con los derechos de los ciudadanos. El origen de la publicidad se pierde en la noche de los tiempos, y las grandes civilizaciones la utilizaron con magisterio, desde los antiguos faraones a los magistrados romanos, los truhanes de las viejas urbes (con pintadas escabrosas) y los monarcas absolutistas, que a través de sus obras arquitectónicas manejaban como nadie el lenguaje subliminal del poder. Es algo consustancial al hombre, con formas y contenidos diferentes a lo largo de la Historia; sin embargo, nadie dudará de la extraordinaria evolución y desarrollo que supuso la Contemporaneidad con la Revolución Industrial, el desarrollo capitalista y la aparición truculenta de la sociedad de mercado. Todo un mundo de mercancías –incontinentes, como nunca habían existido – como caldo de cultivo para propulsar la publicidad hasta las cúspides más altas de nuestros tiempos. La Sociedad de Consumo, de los servicios y el bienestar de Occidente han llevado de la mano la publicidad hacia un desarrollo vertiginoso; nada ni nadie se libra de la publicidad, que no solamente es más abultada en soportes y plataformas de lanzamiento, sino que en las últimas centurias se ha desarrollado en parámetros cualitativos inmensos; de lo más rústico a lo más subliminal, aquí y allá, en el mundo rico y en el ámbito del subdesarrollo: que a veces no tienen ni para comer pero aparecen por el suelo las latas de Cola-Cola (lamentablemente). Desde los soportes tradicionales (paredes) a la prensa escrita, en los medios de comunicación (tv, internet, iphone, black berry, etc.) y nuestras casas (buzoneo) se impone a diario como un mecanismo estridente para conquistar nuestras voluntades, estimular los instintos más bajos (hacer lo que no queremos) y promover unas ventas que constituyen el motor esencial del aparato productivo. Es cierto. Sin comprar no se produce, y sin producir no hay trabajo; sin trabajo no hay dinero, y sin dinero estamos perdidos. Bien sabemos a estas alturas que nuestra economía se sustenta pura y simplemente en el mercado, y sin él toda anda al retortero. Con esta cantinela hemos vivido las últimas generaciones y somos conscientes del sistema, porque nuestra sociedad de bienestar se sustenta esencialmente en los bienes de consumo, en las maquinitas, casas y coches que disfrutamos y convertimos en la panacea de nuestras vidas. Así es, y nadie pondrá en duda ninguna otra consideración, pues los valores existenciales de otro percal (humanistas, etc.) quedan para la Literatura, los filósofos y mentecatos frustrados. Sin embargo, comprendiendo el sistema y admitiéndolo con desazón, a veces las maneras de actuar de los sistemas publicitarios y sus equipos dejan mucho que desear, enfadan y hasta nos hacen irascibles. Pase que a diario nos traguemos varias horas de anuncios en la televisión, que lo hacemos ya hasta con complacencia; que en nuestros buzones tengamos diariamente promociones de viajes y supermercados para elegir lo que comemos y andar por donde nos dicen; que nuestros mass media y tiendas de al lado sustenten la mayor parte de su financiación con los carteles y anuncios de publicidad, porque están en todo su derecho de ponerte delante de las narices las mil ofertas que hacen más grata nuestra vida. Todo eso, y mucho más, lo aceptamos de buen grado sin rechistar, pero la política de marketing que utilizan algunas empresas y operadoras telefónicas roza los derechos más básicos de libertad e intimidad de los ciudadanos. Entiéndase en este sentido la abusiva incursión que realizan algunas compañías utilizando los teléfonos particulares. No se trata ya de llamadas esporádicas (en el tiempo) para promover sus productos, sino actuaciones constantes, reiterativas y completamente invasivas del ciudadano. No del consumidor, porque aleatoriamente –y sin aleación alguna– persisten en convencer y persuadir a cualquier precio sin consideración alguna a personas que realmente no tienen ninguna intención de comprar o adquirir promociones; muestran decididamente su desinterés e incluso su malestar por molestarles de forma reiterada. Todos somos potenciales consumidores –y eso nadie lo duda–, pero las intromisiones en el ámbito privado de los individuos sin su consentimiento, de forma tan burda y reiterada, llega a constituir en unas mismas empresas una trasgresión clara de los principios fundamentales de Derecho. No obstante, la indefensión del ciudadano es manifiesta ante el ejercicio contumaz de unas compañías todopoderosas que cuentan con plantillas abultadas de operarios, a muy bajo salario, que puede fácilmente invadir tu vida sin encontrar respuestas satisfactorias y rentables en el abuso de sus actividades. No sé si los defensores del ciudadano, del consumidor o los gobernantes reciben llamadas constantes y a deshoras, pero los ciudadanos de a pie quisiéramos saber si entienden que se está cometiendo un delito, que quizás no esté bien tipificado en nuestras completísimas leyes del Estado.