Que EUROPA ES ALEMANIA, y viceversa, nadie lo pone en duda. Llevamos décadas oyendo hablar de la construcción de Europa desde el mítico Tratado de Roma (1957), con las subsiguientes transformaciones de aquel club de seises en lo económico y político. Primeramente de los intereses políticos que se postulaban para que el viejo continente pusiera cara a las otras esferas del mundo; la progresiva incorporación de países para dar cohesión al conjunto, un sentido y una orientación; luego la imprescindible unidad monetaria (Unión Económica y Monetaria) –ya desde los orígenes– para crear un mercado interior, haciendo converger las políticas particulares y la estabilidad económica y el crecimiento. La creación progresiva de instituciones políticas y el reforzamiento de miembros parecía que asentaba los cimientos de uno de los consorcios más poderosos de la tierra (mundo rico). A lo largo de nuestras vidas hemos convivido con políticos y burócratas, acuerdos y tratados (Acta de la UE, Tratado de la UE, Niza, Maastricht) que nos hablaban de una Europa vigorosa, en la que necesariamente había que participar con ahínco –como seguramente debía de ser–, con la que teníamos que crecer y desarrollarnos. No se podía existir fuera de ella. Una y otra vez los ciudadanos europeos hemos delegado en cientos de parlamentarios, comisarios, ministros y presidentes para vislumbrar ese paraíso terrenal que los gurus de Europa han puesto ante nuestros ojos. En las etapas de vacas gordas se han generado mercados descomunales y se han compensado deficiencias (estructurales y territoriales) con principios de solidaridad –y eso nadie lo duda–, pero también se han suscitado incertidumbres y faltas de legitimidad, que realmente son muy graves: léanse las precarias participaciones electorales (49,8 en 1999; 45,5 en 2004) que fueron realmente chirriantes, que evidencian un déficit democrático. A pesar de todo, los ciudadanos hemos creído en Europa con los ojos cerrados, a pesar de la burocratización, graves desequilibrios y políticos hábilmente asentados en esas esferas de poder. La crisis mundial ha puesto al descubierto las cartas sobre la mesa, si es que no las conocíamos. Más allá de las apariencias, las verdades del barquero se calibran en los momentos de verdad: cuando las dificultades políticas y económicas dejan ver el estado de la cuestión. En los últimos meses y jornadas venimos apreciando, ya sin cortapisas mediáticas, la supremacía que ejercen los países (Alemania, Francia, etc) que mandan de forma incontestable en Europa y la comparsa palmera de las demás; quiénes conminan al resto con acuerdos y tratados, imponen condiciones y manejan las sartenes de la cocina. El último capítulo de Europa se muestra completamente desnudo, sin ambages ni florituras, porque el viejo continente y sus instituciones acuerdan y desacuerdan al tenor de los que mandan, y resulta bochornoso el papel que (no) tienen el Parlamento y la Comisión, los Barroso, Van Ropuy, Ashton, etc., sin nada que pintar y bailando al son de la comaparsa Merkozi. Ahora parece que ya hemos salvado el Euro y refundado Europa, establecido las bases de la unidad fiscal y la estabilidad presupuestaria; controlado los déficits y recortado los gastos para amansar las fieras de los mercados. Sin embargo, resulta curioso que aquí no se habla de otra cosa que de Economía (porque eso debe de ser Europa), cuando los ciudadanos creíamos desde hace años que nuestra Unión Europea era mucho más: el desarrollo económico para todos, integración social, espacio europeo para la Educación, avance cultural, justicia, etc. Parece que estábamos equivocados (o lo sabíamos). De eso no se dice nada, porque nada existe realmente. El nuevo club se refunda en una comparsa de 26 con soniquete de chuflagaita, mirando de perfil al malévolo inglés que solo busca sus intereses, y con su egoísmo se queda fuera de este solidario grupo. El unísono coro de Europa (y más Europa) campa a sus anchas ante la inminente debacle del fin del mundo, porque sin Europa no hay nada –dicen–; aunque realmente la lectura es otra: Europa es Alemania, o no es nada. Poco interesan a los palmeros las cesiones de soberanía que se imponen en los últimos acuerdos y reformas, la subsiguiente e incontestable fortaleza de los mercados –que aprietan más las tuercas–, o los valores sociales y culturales de los países que solamente buscan salvar los muebles de la casa y corren hacia delante. Hay que salvar a Europa y es bueno que nuestros parlamentarios sigan comiendo y bebiendo en unión, que para mandar ya está Merkel.