Hace años que los jóvenes más cualificados se van de España. La crisis no ha hecho más que rubricar e intensificar una tendencia acusada, poniendo de manifiesto que el mercado laboral no solamente no puede absorber la mitad de la población joven (48,5 % de parados), sino que es incapaz de dar empleo a los que tienen una formación extraordinariamente calificada (31 % según Eurostat). Resulta paradójico y difícil de asumir, pero en pocos años hemos pasado de ser un país típico de recepción de inmigrantes (africanos y latinoamericanos, del oriente europeo) a otro de emigrantes; desde una situación de crecimiento abultado en las pasadas décadas a la debacle que preside nuestra economía en la actualidad. Bien es cierto que los jóvenes altamente cualificados siempre lo han tenido difícil en España, por los retrasos de todos conocidos en el ámbito de la investigación, las faltas de inversiones, precariedad de los becarios universitarios y dificultad en la inserción en los medios adecuados o sectores de innovación. Con todo ello, las mejoras en formación y especialización han sido evidentes, y el nutrido elenco de universitarios ha facilitado la existencia de generaciones bien preparadas y tituladas, con especialización abultada, doctorados y másteres; sin embargo, por las cábalas del destino –y los desmanes del sistema capitalista, los mercados insatisfechos, etc.– ha cambiado el signo de nuestra Historia, retrayéndonos a las décadas migratorias de los sesenta para cubrir las faltas de mano de obra de la Europa, desvencijada de la Segunda Guerra Mundial. Ahora nuestros jóvenes tienen que partir ante la imposibilidad de encontrar en nuestro país trabajos no solamente acordes con sus capacitaciones profesiones, sino ningún tipo de actividad; además de no poder –en caso de que encontrarlo– disfrutar de un sueldo y un estilo de vida parangonable al que les ofrecen los países receptores de la Unión Europea, América del Norte o países fuertemente desarrollados. De esta guisa que la escorrentía de jóvenes hacia el exterior es hoy por hoy sangrante (previsibles 600.000 en 2012), pues más de 300.000 han salido allende de nuestras fronteras en búsqueda de nuevos horizontes. Nada importan las deficiencias lingüísticas, que constituyen un problema de primera magnitud –porque en España el dominio de las lenguas está enquistado sin saber porqué–, ni las dificultades de adaptación o la imposibilidad de regreso (que se hace difícil), pues los jóvenes se lanzan ya en avalancha hacia cualquier destino en el que se ve un poco de luz: hacia Francia los vinculados al ámbito sanitario; a Reino Unido y Alemania los ingenieros y técnicos; a Canadá y EE.UU. investigadores; y los arquitectos a un sinfín de destinos con un amplio abanico de oportunidades en las potencias emergentes. Claro que el contingente de emigrantes no es homogéneo en la formación, ni es estrictamente constreñido a unas edades determinadas, aunque la mayoría se encuentren lógicamente en segmentos de población joven y madura; en este tenor nos encontramos que más allá de las carreras técnicas y jóvenes especializados, existe también un amplio sector de españoles que se ven obligados a trabajar en Europa –con gran satisfacción y sin remilgo alguno– en actividades de todo tipo, desde los abultados empleos en supermercados y servicios a figurines de parques temáticos; el espectro es muy amplio y diversificado, pero en cualquier caso suple las incompetencia del mercado de trabajo español, que no da ni para eso y nos romperíamos los dientes por conseguir un puesto de esta índole. Lo más grave, sin embargo, está en esa otra panoplia de jóvenes (treintañeros) y más jóvenes (niños y adolescentes aún) que no poseen formación adecuada y han perdido puestos de trabajo que nunca más se recuperarán, porque pertenecían de lleno a ese sector de la construcción (burbuja inmobiliaria) que no se puede recomponer. Esos jóvenes y menos jóvenes constituyen una abultada nómina de parados para los que va a resultar imposible una recolocación en nuevos sectores, que exigen una preparación, formación y nueva mentalidad para incorporarse a las nuevas necesidades de la economía. Además de toda una pléyade de estudiantes que aún vegeta en nuestras universidades, y no se mueve en parámetros de excelencia. Doctores tiene la iglesia, y los políticos auspiciarán soluciones acordes con el sistema económico, los nuevos modelos productivos y la perspectiva existente de población activa, pero a simple vista se nos antoja un problema de primerísimo orden, toda vez que hablamos de elevadísimas cifras por encima de un millón y medio que tendrán dificultades graves; más allá por supuesto de la presunción de una recuperación económica en los próximos años, de la activación general de la tasa de empleo y de sectores económicos y ámbitos de renovación. Por ahora la reflexión más profunda se cierne en esa diáspora de emigrantes hacia los países más potentes de la tierra que le ofrecen no solamente un puesto de trabajo digno, sino una estabilidad, la posibilidad de trabajar en lo que han estudiado, un nivel de vida digno y satisfactorio, y el estatus que merecen en un mundo desarrollado. Por ahora España solamente les ofrece incompetencia, frustración y desaliento. Tal vez algún día puedan regresar a su país, pero lo harán ya con la mirada torcida del emigrante que un día tuvo que partir, habiendo encontrado en otro lugar lo que el suyo no les dio; con el desarraigo y el recuerdo sempiterno de la fuga. La migración forzada siempre tiene una mirada cargada de desconsuelo y desazón.