miércoles, 14 de marzo de 2012
In Memoriam de D. José María Martín Perozo
Hace algunas semanas nos dejó nuestro compañero. No soy amigo de florituras de última hora en el tenor del día de las alabanzas, que siempre resultan insustanciales y a veces con poca verdad. Tampoco me gusta, sin embargo, la desidia de nuestros tiempos en agradecer la tarea de quienes nos rodean, de quienes durante décadas han desempeñado con magisterio el ejercicio de la docencia. Todas las actividades profesionales son loables en términos generales, pero muy especialmente considero la tarea de enseñar a los demás, que supone no solamente una formación y una preparación específica, sino una extraordinaria vocación y dedicación a los demás. Para mí los docentes tienen una consideración muy especial, pues ellos son quienes no solamente nos enseñan los cimientos de la vida, sino quienes facilitan el progreso de la humanidad desde la educación de los valores cívicos y morales, técnicos y científicos; el agradecimiento hacia ellos no debe ser simplemente un acto de generosidad, sino un débito insoslayable de toda persona de bien. Personalmente, no conocí muy de cerca a D. José María, aunque sí en términos tangenciales y coincidentes, pero me consta su larga trayectoria en el ámbito de la docencia, que ya solamente por ello debiera ser un mérito. Realmente no sé si fue un buen o mal docente –que a otros correspondería, si acaso, hacer ese juicio–, pero sí que he escuchado referencias hasta la saciedad de personas atinadas, que le recuerdan y tienen como referente en la pluralidad disciplinar de Geografía e Historia, y muy especialmente en Historia del Arte. Creo que es admirable que el fruto de la actividad académica perdure en los discentes, pero también que los docentes prevalezcan como un referente de valor hacia quien nos ha trasmitido su saber. La familia de Martín Perozo seguro que percibe aún la huella de una dilatada docencia en el instituto de Los Pedroches de Pozoblanco, donde además ejerció diferentes cargos burocráticos al uso (dirección, Jefatura Departamento, etc.), cuando aún no había echado a caminar el centro. En mi percepción personal, muy limitada, le recuerdo con gestos y actitudes muy particulares y llamativas, pues creo que era hombre de personalidad bien definida: con silencios y palabras medidas; vocación profesional fuerte y curiosidad; madrugador a ultranza; campero y amante de la caza; de buen vino y de taberna conocida; apasionado de la Historia y buen conocedor de Los Pedroches. Tal vez no atine en mi retrato, que a todas luces carece de grandes referencias, pero creo de es de justicia cumplir con D. José María Martín Perozo, ese que queda en nuestra retina de corpulencia grande y mirada quieta tras las gafas sempiternas; esos silencios demorados y esas precisiones puntuales que aguardaba con paciencia, asintiendo o disintiendo como aseveración pensada. Desde el otro lado de la vida seguirá escuchando, en silencio, y seguirá la docencia por sus fueros, y en los espacios infinitos del Instituto –junto a compañeros de andanada– andarán siempre quienes dieron las clases en sus aulas con magisterio. D. José María Martín Perozo vivirá siempre entre los docentes que le conocieron y el recuerdo de esos cientos de alumnos y profesores que le tuvimos por compañero.
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