martes, 19 de junio de 2012
A la deriva
El estado de mar gruesa en que se encuentra nuestra economía (nosotros) es completamente intranquilizador. Desasosegante cuanto menos. En medio del océano abismal, sin horizonte a la vista y (al parecer) sin resortes de la ciencia económica para atar cabos a ningún lugar; ni la salvación presumible que debieran ofrecer las naves de salvamento de nuestro entorno. Que no sabemos a cuantas millas están, ni su verdadero interés en rescatarnos del hundimiento. Tal vez estén también ellos en medio de la tormenta, creyéndose más seguros. Apenas si escuchan entrecortado el S.O.S. vociferando sobre la política fiscal o bancaria, la unidad monetaria o la fortaleza política. Muy difícil de oír los estertores de un moribundo en ciernes del ahogo para estas embarcaciones gigantescas (FMI, G20) que surcan el mar por otras latitudes. La agónica situación tiene sus paradojas, pues demasiada tranquila anda la población en su cotidianidad (que es de agradecer) en las plantas bajas del buque desvalido, sin saber muy bien si tiene capitán o timonel, o si se sigue alguna carta de navegación, o que el estado de la mar es realmente grave y amenazador. Ajenos completamente al puente de mando al que solo, y en la distancia, ven corretear infaustos de un sitio para otro como marionetas de guiñol. Dice el refrán que la ignorancia es atrevida, y no parece estar desencaminado, cuando sería para tener los nervios de punta. Acaso ignoran en su crucero de lujo que por caer, pueden hacerlo hasta los más grandes. Y lecciones tiene la Historia. Es admirable la tranquilidad –para nuestro bien en esta ocasión– del ser humano fundada a veces en incertidumbres, presuponiendo que quien lleva la gobernanza del barco tiene la obligación de saber el itinerario, controlar de antemano los imprevistos y saber de los imponderables y su fuerza. Con ingenuidad se piensa todavía que la embarcación que presume de pompa y fasto en travesía larga cuenta con botes de salvamento para todos. Pero la vida sigue envolvente y hasta la tormenta parece juego de artificio del crucero de vacaciones. De poco sirve que la tragedia se pulse fuera por segundos y el oleaje sea completamente virulento e incontrolado; que minuto a minuto se sienta en el puente la franja del abismo y demos baquetazos de miedo. La tripulación tediosa y ataviada con sus elegantes uniformes tampoco siente la necesidad de crear desconcierto y mala sangre, y tal vez sea mejor callar y no decir ni mu, o lo más algún consuelo de conformidad infantil. Tampoco las clases de primera perturban la animosidad del canapé en el camarote de primera, aunque tiemble la mesa del bufet; que no es tan grave engrosar la tripa en medio de la tormenta, y no irá más allá de una mala digestión, y a lo peor una refriega bien fresquita y pronto a salvo en sus botes a buen resguardo. Lo peor recaerá, como siempre, en ese gentío inmenso de abordo sin equipaje, sin poder llegar a playa en el naufragio por no saber nadar; sin un resquicio de madera en que sujetarse y completamente a la deriva. Sin futuro. Como siempre ocurre, la imbecilidad de los mandos se justificará con la insultante sentencia del Rey Prudente, de que no mandó sus barcos a luchar contra los elementos.
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