Una de las cualidades que más nos caracterizan al ser humano
es la vulnerabilidad. Más, incluso, que a otros seres vivos de la naturaleza,
por nuestra naturaleza tan singular como seres inteligentes, derivada
especialmente de nuestra conciencia y capacidad transformadora. Sin embargo, se
nos olvida, porque la inseguridad es una condición inherente a nosotros mismos,
que nos acompaña en todo momento y del que nunca nos podemos desembarazar.
Todos sabemos, y demostrado está suficientemente, que las necesidades humanas
son acuciantes y están claramente jerarquizadas: difícilmente podemos hacer
nada si no tenemos cubiertas las necesidades fisiológicas, que nos aprisionan
con lazos muy estrechos; o las sexuales para garantizar la especie; pero sobre
todo las de seguridad y protección, que es imprescindible desde que nacemos.
Estas últimas se solapan en cierta forma en el mundo en el que vivimos, sobre
todo debido a las consecuciones sociales y técnicas humanas, a nuestros
principios políticos conseguidos (vivir en una comunidad superior organizada
desde hace milenios), que nos permiten una cierta tranquilidad. Vivimos con una
relativa seguridad y principios aplastantes de estabilidad y confianza en
nuestra vida y en los que nos rodean. Claro está que por encima de las
respuestas creadas por el hombre (homo
habilis) se encuentra la naturaleza humana permitiéndonos relegar nuestra
fragilidad a un segundo plano, creando estructuras de pensamiento satisfactorias
para enjalbegar nuestras debilidades, sintiéndonos fuertes y siempre
protegidos; aunque sea completa y totalmente incierto. Basta con pensar
fríamente para darnos cuenta de que siempre nos encontramos al albur de
factores y principios incontrolables, de circunstancias que nos pueden sumir en
las peores de las situaciones acogotándonos la vida: desde una simple rotura de
pierna, que nos limita nuestros movimientos, hasta la mayor de las crisis económicas
que nos arruina la vida completa; desde una amistad de infancia –que creemos
segura– al mayor vacío social que te puede hacer una comunidad; pasando por las
más crueles enfermedades psicológicas que nos dejen en la más triste de las
postraciones, sin conciencia cierta de ser humanos, anulados en lo material y
espiritual. Resulta innecesario ejemplificar con miles de desgracias a las que
estamos o podemos estar abocados los humanos en un simple segundo. Pero eso,
lógicamente, no se piensa ni se puede hacer, pues no viviríamos: se nos
coartarían nuestras capacidades de movimiento, nuestra inteligencia y hasta
nuestra libertad. Tal vez las mayores dosis de inteligencia humana se hayan
concretado a lo largo de la Historia en la capacidad de superar las
inseguridades y miedos, sin sumirnos en frustraciones que hubieran impedido
nuestro avance. Lo cierto es que determinadas tragedias, que de cuando en
cuando embargan nuestra vida, nos remiten a una reflexión serena sobre la
inseguridad humana. La trágica y desgraciada pérdida de vidas humanas en el
avión estrellado en los Alpes nos remite a esa fragilidad humana incontrolable,
por estar sujetos a miles de variables que pueden poner nuestras vidas en
juego. Pensado fríamente resulta descorazonador, porque nos encontramos
bastante indefensos a pesar de todos nuestros avances sociales, políticos (como
comunidad que busca soluciones de vida en común) o técnicos. Siempre habrá un
demente, un terrorista, un terremoto o un elemento extraño que puede poner en
jaque nuestra existencia. Siempre. Las tragedias puntuales elevan nuestra
desazón y tristeza, haciéndonos reflexionar sobre la vulnerabilidad humana. La
subsistencia humana –con todos sus glorias y miserias– nunca fue un camino de
rosas. Desgraciadamente las tragedias nos siguen abriendo los ojos. JAMM
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