La conmemoración constitucional siempre es una buena ocasión para la reflexión; sobre todo en momentos en los que la población está duramente castigada por las crisis económicas y políticas, por las desigualdades socioeconómicas y la corrupción. La alargada treintena del texto constitucional merece un análisis a la luz de su contenido, de las circunstancias prístinas y recientes; y por supuesto al hilo de las experiencias anteriores. España ha tenido una trayectoria bastante singular en lo que al constitucionalismo se refiere, que ha condicionado sobremanera nuestra Historia política, así como al texto actual y su manera de entenderlo. La constitución de 1978 nació en un contexto bien conocido -después de una dictadura, con un armazón político en ciernes, buscando equilibrios, superando miedos, con muchas aspiraciones...-, pero en todo caso sembrada de inquietudes por todos los lados. Es obvio que su conformación respondía no solamente a principios democráticos de los países occidentales, sino a la peculiar situación de España en cuando a diferentes parámetros (territorio, instituciones y formas de poder...). A pesar de sus deficiencias y precariedades, poca duda cabe de que el texto -a la sazón realizado con bastante concordia- representaba las mayores exigencias posibles, partiendo de la situación en que nos encontrábamos y con las limitaciones de un país aletargado en derechos y formas democráticas. La Transición no era fácil y requería de un buen pilar legislativo para empezar a creer en nuevos cimientos políticos. Había que actuar con rapidez y solvencia bajo aquellos parámetros; claro que hoy día es fácil enjuiciar las graves deficiencias y desenfoques, pero en aquel momento poco más se hubiera podido hacer en un contexto preñado de tensiones partidistas, desconfianzas ideológicas, desequilibrios territoriales e instituciones ancladas en el pasado. La solución de aquel entramado de contrariedades se sustantivó en una Transición difícil y una Constitución de consenso. Desde la perspectiva actual, ni una ni otra cosa gozan de buena salud, aunque sirvieran en su momento de forma inmejorable para asentar la estructura política de la España actual. La Transición ha sido magnificada a tenor de las necesidades de salir del atolladero posfranquista, con más ilusión y arrojo que otra cosa, aunque la crítica de muchos de los extremos en que se realizó es cada día más acentuada. Por su parte, la Constitución fue durante varias décadas consagrada como un texto intocable, aunque hoy día la mayor parte de la población y autores sensatos plantean abiertamente la necesidad de reforma. La ley suprema del Estado constituye la piedra angular de nuestro sistema político, y la experiencia diaria deja buenas evidencias del deterioro del Estado en sus múltiples perspectivas: desde el funcionamiento de los partidos políticos al Parlamento (Senado), las diferentes administraciones (provinciales, municipales, estatales...), pasando por el Tribunal Constitucional y llegando a las más altas instancias como es la propia Corona, deficitaria e indefinida en cuestiones fundamentales. La Administración territorial y su poliédrica complejidad ya se advertía desde el principio (título VIII, comunidades autónomas, competencias y fricción con los Estatutos), y ella sola constituye un problema de primerísima dimensión, muy difícil de dilucidar. Con todo ello, resulta incuestionable el planteamiento de una reforma constitucional. Lamentablemente, el propio texto supremo sirve hoy día para blindar su modificación, y la dialéctica política sembrada de intereses impide abordar el asunto. Aunque el derrumbamiento sea evidente. No querer ver las evidencias no hace otra cosa que agravar el problema. El sistema democrático está en juego, y la Constitución es una pieza clave.
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