Entre el elenco de efemérides del presente año la figura del Greco destaca con relumbrón. El pintor cretense sobresale en el cuarto centenario de su muerte con luz propia; y nunca mejor dicho, porque su pintura destaca con los rasgos incuestionables que lo definen como a ningún otro. Tal vez sea uno de los pintores españoles de mayor raigambre y conocimiento por parte de la población, y algunos de sus cuadros han alcanzado cotas bien consolidadas en cuanto a reconocimiento (El Entierro del Conde Orgaz, El Expolio -) y valor indiscutible de su obra, aunque quizás no sea tanto el conocimiento que tenemos sobre él a pesar de los minuciosos estudios e investigaciones. Con el aniversario de su muerte (1614) estamos abocados hacia amplias retrospectivas y revisiones de toda índole, a la interiorización de nuevas perspectivas comprensivas y a nuevas proyecciones sobre su ingente obra. Seguro que servirá para actualizar y remover conciencias sobre la altura artística y definición de un pintor que siempre ha estado sembrado de cierto halo de misterio por su origen. A pesar de las distintas lecturas que su pintura ha tenido a lo largo del tiempo, poca duda cabe que se trata de un artista de mucha fuerza y profundidad. Tal vez fuera incomprendido durante décadas y siglos, pero su obra es muy nítida en cuanto a los valores más intrínsecos del Arte; además de afirmarse en parámetros fuertes de su personalidad y singularidad. Bien es cierto que su producción está muy acorde con sus circunstancias vitales, que fueron esenciales para desplegar el sentido artístico y estético que le define: su origen cretense y la inevitable influencia bizantina; la extraordinaria inspiración del color veneciano, absorbiendo el magisterio de Tiziano, Tintoretto, Bassano-; o la descomunal e impactante pátina de Roma y Miguel Angel, que tanto se traduce en esas actitudes y anatomías del griego; y tampoco se entendería su arte y su paleta sin ese marco incomparable de la imperial Toledo, con esa plétora de la cultura erudita renacentista, ese anticuarismo que allí se prodigaba (y que a él le sirvió tanto) y esa corte de intelectualidad humanista que tanto caló en este genio tan español. Tampoco se entendería El Greco sin esas circunstancias contrarreformistas en las que participó plenamente, divulgando el nuevo espíritu de la Iglesia a través de unas imágenes que cumplieron como nadie una gran labor docente. Sin embargo, Il Greco será siempre para una gran mayoría un pintor singular, un gran creador en el que a veces adolece del realismo esperado; que se prodiga en pinturas sembradas de simbolismo, o esa apariencia quimérica (que despista en el Quinientos) y los contrastes y simplificaciones de formas (o su complicación, a veces). Lo cierto es que el maestro se desenvolvió en ese manierismo que tanto confundió (alargamiento de formas y cánones-), definiéndose sobre todo en el ámbito de ese color veneciano que arrebata por su fuerza, que junto a la luz constituye el más firme basamento de su arte. Nadie que se precie quedará desencantado con este pintor genial, que renace ahora con tanta fuerza a luz de su aniversario
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