jueves, 7 de noviembre de 2013

VIDAS DE CRISTAL

Nuestra vida está llena de contradicciones que no son fáciles de entender. Nos rasgamos las vestiduras con los espionajes propios y ajenos. Nuestras constituciones guardan con el mayor celo y en papel de oro los artículos intocables en defensa de la intimidad personal y familiar, el derecho al honor y la libertad de conciencia; el secreto de las comunicaciones está garantizado (al menos de las postales, telegráficas y telefónicas), y las creaciones originales las defendemos al ultranza con el copyright . Nuestros gobernantes y estados son espiados y nos sobresaltamos, como si fueran cosas unilaterales y excepcionales que realizan los demás sobre nosotros, pobres e indefensos (bastante lo somos), aplastándonos como moscas, sin poder siquiera mirar la cara al primo de Zumosol, que es grande como un demonio, de colosal envergadura y cualquiera osa ponerle mala cara. A lo más, hacer alguna bromilla de mal gusto citando al embajador a comer a casa con todos los gastos pagados. Bueno, minucias del tres al cuarto que no merecen el mínimo comentario. Mucho más grave me parece nuestro comportamiento en lo más nuestro y personal: porque la intimidad y protección de todo lo que más nos incumbe en lo físico, actitudinal o moral lo dejamos al pairo de los cuatro vientos. No seamos ingenuos. Basta con mirar internet y las redes sociales para apreciar hasta qué punto hemos perdido el pudor, actuando con la mayor de las ligerezas sin recato alguno. Quizás seamos simplemente seres candorosos cuando colgamos en el espacio todas nuestras alegrías y estados de ánimo; los mejores y peores momentos en los que se proyecta al completo nuestra personalidad y forma de ser sin el mínimo comedimiento; y tal vez no tenga eso nada malo ni negativo. Quizás seamos gentilmente sinceros cuando hablamos sin ningún tapujo en los 140 caracteres del twitter, porque nos dirigimos a los amigos y conocidos, pero también a los amigos de mis amigos y a los millones de desconocidos; todos amigos. Tal vez ignoremos inocentemente que nuestras palabras, afectos y desafectos, no sientan a todos por igual, que no todos nos conocen en el mismo grado y proporción; que no todos tienen el mismo sentido de bondad y acaso escondan algunos retazos de interés. Nuestra inteligencia no será tan necia que no calibre en buena medida que la cantidad de mensajes escritos, fotografías e innumerables referencias vitales compendian en menos de un año elevados expedientes que pueden ser fácilmente utilizados por las manos hábiles de compañías dedicadas a la mercadería; o peor, en las garras de crueles elementos de la sociedad que a poco que piensen pueden poner tu existencia en la cuerda floja con miles de maldades. No. No nos quejemos solamente de los espionajes de alto copete e ignoremos alegremente las intimidades que nosotros mismos lanzamos al infinito; sin que nadie nos las robe o usurpe deshonestamente. Hoy día casi todos estamos obligados a que se conozca todo de nosotros, y hasta la agencia más torticera en muy pocos minutos puede hacernos por internet un perfil muy completo de cómo y quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos. Y sin remedo alguno de contradicción defendemos nuestras intimidades, las de nuestros presidentes de gobierno y nuestros candorosos estados.

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